En la pared cuelgan las historias de la familia en imágenes que hablan sin parar. Alfonso Fontalvo, actual director de la danza, de la cuarta generación, con una voz suave diálogo con Diana Acosta, quien le hacía preguntas para que los espectadores conocieran la historia y se enamorarán de ella.
Elías Fontalvo, fundó el Torito Ribeño en represalias al Toro Grande que no le permitía participar por ser un niño, fue así, que constituyó el Torito Ribeño, donde participaban solo niños, por eso le llamó Torito. El nombre Ribeño no era un capricho, era un tributo al río que les dio vida, música y tradición. Las palabras de Alfonso envolvían a los presentes, quienes, con ojos encendidos, preguntaban con avidez por los detalles que escondía cada elemento.
El tiempo pareció detenerse en ese museo, pero la tradición no espera. Cuando las agujas del reloj marcaron las once, la orden fue clara: había que partir. Antes de enfrentarse a la fiesta, la danza debía rendir homenaje a quienes dieron los primeros pasos. La danza emprendió su camino hacia el cementerio Calancala, donde las tumbas de los fundadores los esperaban con sus lápidas serenas. Allí, los congos más grandes tomaron sus tambores, y con golpes secos comenzaron a despertar la memoria de los muertos.
Al llegar al desfile, el ambiente se transformó. La solemnidad quedó atrás y la furia del Torito Ribeño se desató con el primer golpe de tambor. Los congos más grandes irrumpieron con su baile peculiar, pisando fuerte como si marcaran el territorio. Los niños, disfrazados de toros, tigres, burros y tigrillos, se movían con picardía, arrancando risas y aplausos del público. Detrás, las negras avanzaban al ritmo frenético de la tambora, con sus faldas ondeando como banderas de libertad.
Cuando la comparsa se perdió entre la multitud, quedaba claro que el Torito Ribeño no solo bailaba por tradición, sino para recordarle al mundo que la memoria, cuando se honra, nunca deja de danzar.
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